viernes, 14 de mayo de 2010

LA CAUTIVA

Era una noche calurosa de verano y yo daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. No sé cuándo quedé dormida profundamente hasta que el calor del fuego hizo que me despertara para encontrarme tirada en medio del caos y la confusión. Me sentía obnubilada y perdida entre los gritos de las mujeres y los jinetes que cabalgaban a mi alrededor. No entendía qué estaba pasando…

El humo se metió en mis fosas nasales y parecía que se me había instalado en la cabeza. La imagen de la población en llamas quedó en mis pupilas, junto con los cuerpos que yacían por todos lados. Alguien me arrastró hasta una carreta al igual que a otras mujeres del pueblo. No entendía nada, casi todas iban llorando lastimosamente, despeinadas, sucias, descalzas, vestidas con ropas raídas, y yo estaba en similares condiciones, pero me mantenía aparentemente serena. Todas íbamos atadas, con las manos adelante, mientras a nuestro alrededor cabalgaban soldados; por sus uniformes y su lenguaje eran los invasores portugueses que en su interés de conquista arrasaban los pueblos, mataban a los hombres y tomaban cautivas a las mujeres.

Uno de los soldados me miraba descaradamente, con mirada lasciva, con hambre de macho en celo, necesitado de descargar sus ganas sin importar mucho dónde. Lo odié con mis ojos y con mis gestos, pero él sonrió desde su superioridad, burlándose de mi desventaja, sabiéndose ganador por anticipado. Con mis 19 años sabía que no le era indiferente a los hombres. Tenía un cuerpo armonioso y túrgido, los ojos celestes y el pelo colorado, aunque ese día lo llevaba tapado con un enorme pañuelo.

En mi fuero interior, quería hacer algo para sacar a estos hijos de P…ortugal de la Banda Oriental. Corría el año del Señor de 1811 y según se decía, el espíritu emancipador comenzaba a expandirse por todo el continente. Mi tío Isidoro, jesuita él, me enseñó a leer y escribir, además de darme la educación de un varón. Gracias a él conocí historias de mujeres como la de Margaret Cochran, la primer soldado del ejército del país de George Washington, quien en plena batalla, tomó el puesto de su esposo para seguir combatiendo y su cañón fue el último en caer. La Capitana Molly, así la llamaban. Sentía deseos de ser como ella y desterrar a los malditos portugueses.

Mientras que estaba sumida en esos pensamientos, la carreta se introdujo en un enorme bosque de eucaliptos. Al llegar a un claro, nos hicieron descender a todas de la carreta. Seríamos unas doce o quince. ¿Qué harían con nosotras? El temor se apoderó de mí, pero no se los iba a demostrar. Sin el menor escrúpulo y con toda rudeza, nos tomaban una a una y nos colocaron en un círculo en el medio del claro del bosque. Todas sentíamos miedo, pero algunas lo demostraban más. En el forcejeo o en la mansedumbre de cada una de las mujeres, el toqueteo y manoseo por parte de los soldados era inevitable. Cuando llegó mi turno, me mostré altiva y no permití que me tocara aquel maldito portugués, sino que bajé por mis propios medios, me coloqué y me puse en posición para que me atara. Eso lo descolocó, pero no me liberó de sus manos, pero él tampoco se liberó de mis escupitajos. Sonriendo limpió su rostro y con el mismo ademán, la mano recorrió el camino de regreso, para con el dorso darme vuelta la cara de una bofetada. El duro golpe me hizo perder estabilidad y caí estrepitosamente sobre el pasto, pero enseguida me reincorporé y volví a tomar la misma posición de altivez que había tenido: el cuerpo erguido, la frente en alto, la mirada desafiante y fría. Sentía correr la sangre de mi labio y el dolor hacía que pareciera que el rostro se me había hinchado a niveles inimaginables. Levantó su mano para golpearme otra vez, pero se contuvo. Me tomó atándome las manos a la espalda y caminó a mi alrededor hasta que se detuvo al enfrentarme. Todos nos miraban: soldados y cautivas. Sus sucias manos se acercaron a mi rostro, pero di vuelta la cara. Posó sus manos en mi cuello, y comenzó a bajarlas por mi pecho hasta alcanzar el nacimiento de la blusa, que sin ningún miramiento rasgó, dejando mis senos al aire. Comencé a moverme, a pegarle patadas, pero era poco lo que podía hacer, me empujó al suelo y cuando se arrojó sobre mí. Hundió su asquerosa cara entre mis pechos a los que apretó y succionó con desespero. Fue entonces que se incoropó levemente y dando un grito que pareció una orden, el resto de los soldados se abalanzaron contra el resto de las cautivas. Era una violación en masa.

El soldado que me había elegido se arrodilló sobre mis piernas, obligándome a abrirlas y sin permitirme movilidad, dado que al estar posado sobre mi falda y yo con las manos atadas, no era mucho lo que podía hacer, excepto moverme levemente. Mientras me miraba desprendía su pantalón y sacaba a relucir un enorme pene carnoso, venoso, henchido de sangre y deseo. Miré hacia los costados y todos estaban gozando de un sexo desenfrenado, convertidos en animales salvajes saciando su más bajos instintos. El soldado me miró una vez más con su enorme herramienta entre sus manos a la que acariciaba despacio. Se incorporó levemente, apenas para poder levantar la tela de la falda y dejar mi cadera y mi intimidad a su disposición. De poco sirvieron los pataleos, las patadas y mis movimientos, excepto para lograr que su excitación fuese aún mayor.

Sentí cómo su enorme pene se introducía en mí, mientras me tomaba de la cadera, hasta que en cierto momento lancé un grito desgarrador cuando de un solo embiste me penetró por completo. Era tanto su deseo que le bastaron unos pocos embistes más para que saliera de mis entrañas y arrojara todos sus fluidos sobre mí. Pero no era suficiente para él, aún quería más.

Me tomó de los hombros y contra mi voluntad me colocó boca abajo, dejando mis nalgas al descubierto. Mis nalgas jóvenes y suaves fueron su siguiente blanco. Imaginé su intención sin temor a equivocarme; sus manos y movimientos me dieron la razón. Me retorcí como pude para ver qué hacia, pero se me dificultaba porque tenía una rodilla sobre mi cadera. Así que por el rabillo del ojo pude ver como se empapaba el pene con su propia saliva, antes de apretar mis piernas con sus rodillas y abrirme las nalgas con una mano, mientras que con la otra apuntaba hacia el preciado orificio. Mis gritos y mi desesperación se unieron al del resto de las mujeres, que estaban siendo ultrajadas por aquel puñado de animales en celo.

Estaba perdida y aún así no pensaba en rendirme, cuando lo sentí dar un grito de dolor. Una lanza cruzó su pecho haciéndolo caer inerte a pocos centímetros de mi cuerpo. El caos fue aún mayor que hasta ese momento: los soldados intentaron tomar sus armas, pero los pocos que lograban alcanzarlas no eran capaces de disparar. Apareció como de la nada una horda de indios: eran los charrúas. Lanzas, boleadoras, rompecabezas de piedra y algún tiro perdido que no encontraba dónde insertarse, volaban por el aire.

Un jinete entró al claro galopando y a los gritos, con una voz de duro tono, firme. Era ese tipo de voz reservada para los que mandan y lideran. No comprendí el lenguaje, pero supuse que eran órdenes. El indio con el rebenque colgando de la muñeca, montando un enorme caballo bayo que parecía orgulloso de su pelaje dorado con las crines y la cola más claras. El jinete tenía el corcel que se merecía y juntos formaban un cuadro magnífico. Sentí a mis espaldas el estampido que dio cuando golpeó el suelo al desmontar, y lo escuché encaminarse hacia mí. Una piedra que venía en mi dirección llamó mi atención, pero cuando quise esquivarla un golpe en la cabeza hizo que todo se volviera negro y perdiera el conocimiento.

No supe nada más hasta que me desperté. El indio del caballo bayo me tenía en sus brazos y al mirarme esbozó algo que quiso ser una sonrisa. Cabalgábamos en medio de las sierras cuando volví a perder el conocimiento, supongo. Percibí cuando nos detuvimos y me bajó del caballo para depositarme en el suelo; sentí frío en el pecho, y al llevarme las manos hacia allí noté que estaba descubierta. Como pude, me tapé sin dejar de mirarlo. Bajé la cabeza y vi unos pies grandes, curtidos supuse que debido a las largas caminatas, que sostenían unas piernas musculosas y con algunas cicatrices. Su taparrabos era de un cuero muy bien curtido, más grande en la parte delantera que por detrás; al caminar, dejaba ver los costados de sus firmes glúteos. El pecho carente de toda vellosidad, mostraba una musculatura forjada a fuerza de trabajo y vida al aire libre. El cuello era corto y sostenía una cabeza con cabellos negros y lacios. Lo que más me llamó la atención fue el color de su piel: no era blanco, pero tampoco tenía el color cobrizo de los indios, era el color del bronce que daba el sol. Supuse que era mestizo: mezcla de india con blanco. Entonces vi su rostro: era un rostro que ya había visto anteriormente, yo conocía a ese hombre pero no sabía quién era. No puedo decir que hermoso porque mentiría, pero su mirada reflejaba una dureza y un dominio que me impresionó. Ese hombre me gustaba demasiado y no hacía falta que mostrara ninguna pluma especial, ni la capa de plumas, ni ningún elemento que demostrara su linaje: era sin duda el cacique de aquella tribu.

Cuando vio mi mirada noté en él un leve estremecimiento. Creo que mis ojos azules lo impresionaron, no sé si bien o mal, pero sin duda que lo impresionaron. Se alejó de mí sin decir palabra. Estaba anocheciendo y gritó algo que sonaba a órdenes. Los indios comenzaron a armar una fogata y por los movimientos parecía que pasaríamos allí la noche. Fue entonces que noté que habíamos sido trasladadas. Posiblemente cada indio se había hecho cargo de una mujer, y a mí me había tocado el más… interesante. Sí, esa era la palabra: interesante.

Fuimos alimentadas con carne de tatú asado, y nos dieron a beber toda el agua que quisimos. El adormecimiento y el dolor de cabeza aún me perduraban. Todo estaba en tinieblas y no lograba recordar con exactitud detalles que deberían ser evidentes.

Era verano, así que gracias a las fogatas distribuidas en diferentes puntos del campamento, no tuvimos frío. Con mil preguntas en la cabeza logré dormirme una vez más gracias a la piel que el cacique me dio.

A la mañana siguiente, estaba medio entumecida por la posición en la que había pasado la noche. Sentí que me ayudaban a ponerme en pie. Era él. Las demás mujeres fueron subidas a la carreta. Yo, en cambio, fui obligada a montar en la parte posterior del caballo del cacique. Como la dama que soy, me acomodé detrás de él, de costado y con las piernas juntas. Miró hacia mí y sonrió, en tanto clavaba los talones en el caballo que comenzó a caminar mientras yo caía al suelo y sentía su risa. Mientras que me incorporaba, se acercó a mí. No corrí, sería estúpido hacerlo, no era el momento. Él lo sabía y yo también. Pero ignoraba qué tan segura estaba yo con aquel indio. ¿Por qué me llevaba con él? ¿Qué quería de mí? ¿Para qué separarme del resto de las mujeres?

Me ayudó a montar nuevamente detrás de él, pero esta vez lo hice con las piernas abiertas. Tomó mis muñecas y las posicionó con mis brazos rodeándolo. Así comenzamos a cabalgar en dirección norte, mientras que el resto se dirigía al oeste. De vez en cuando él decía alguna palabra pero no me era posible entenderlo. Así que usé una táctica muy femenina: comencé a hablarle sin parar. Como no sabía que decir, le conté lo que recordaba de mi vida, mis sueños, mis ilusiones. También le dije que era un indio muy guapo, que me gustaba su voz, su don de mando, su virilidad y… sus muslos; de todos modos él no podía comprenderme.

Llegó un momento en que me sentí exhausta. No estaba acostumbrada a cabalgar tanto, y me recosté sobre su espalda. No le sentí mal olor, y su piel era agradable al tacto. El paisaje era suavemente ondulado, con pequeños montes, verde y con varios arroyos de aguas cristalinas. Al llegar a lo alto de un monte, me hizo soltarlo y se bajó del caballo a otear el horizonte. Era mi oportunidad.

Cuando había caminado unos pasos tomé las riendas del caballo y con las mismas lo azoté para que corriera. No había caminado más de cinco metros cuando un silbido agudo hizo parar al equino de golpe, mientras yo volaba por los aires yendo a parar unos metros más adelante. El golpe había sido bastante fuerte y entre eso y el cansancio casi no podía moverme. Vi sus pies a mi lado y traté de incorporarme pero me costaba mucho por el dolor de la caída. Me dejó moverme como asegurándose de que no tenía nada roto; inmediatamente me tomó del pañuelo de la cabeza haciendo que se saliera. El paño quedó en su mano y mi cabellera fue liberada. Una cascada de pelo rojo como una bocanada de fuego quedó a merced del viento. Lo miré y noté su sorpresa. Seguramente jamás había visto una mujer blanca, con los ojos azules y el pelo rojo. Su sorpresa duró unos pocos segundos.

-¿Cómo te llamas? –me preguntó en un perfecto español.
-Ernestina Ortiz –contesté.
-Mi nombre es Manuel, pero me llaman “el caciquillo” –dijo sin que le preguntara.- ¿Por qué te escapabas? ¿Me tienes miedo acaso?
-Sí… Ya no sé ni en quién confiar.
-Puedes confiar en mí. No te haré daño si me obedeces.

Con el fuego preparado sacó de una especie de alforja algo de tasajo –carne salada y seca- y esa fue la cena. Mientras comíamos me contó que era hijo de la india Guruyá y que su padre era un militar, un blandengue. Había aprendido el español con unos sacerdotes franciscanos que también habían educado a su padre, por eso podía hablar bien los dos idiomas, además de saber leer y escribir. Él se dirigía al noroeste junto con sus guerreros, al pueblo de Paysandú, a apoyar las fuerzas de liberación. Habían visto el humo de su poblado pero llegaron tarde, así que siguieron las huellas y decidieron atacar a los soldados y liberar a las mujeres.

A la mañana siguiente cuando desperté decidí bañarme en el arroyo que corría a pocos metros. Me quité los pocos harapos que me quedaban y me metí en el agua, que se sentía helada sobre mi piel, pero aún así me hundí y permití que las aguas borraran hasta la última huella de aquel asqueroso soldado. Sentí frío y decidí salir. Manuel me esperaba en la orilla. Fue agradable sentir el calor del sol.

No me había dado cuenta de la cara del indio. No la supe interpretar. No supe si era deseo o enojo, o una combinación de ambas.

-¿Por qué te fuiste sin decirme nada?
-Es que estabas durmiendo y no quise despertarte.
-Pero me desperté y me asusté. Pensé que te habías ido.
-Solo fui a bañarme. ¿Dónde voy a ir? No tengo idea dónde estamos y tampoco tengo idea de dónde está mi ropa.
-No la necesitarás ahora mismo, porque voy a hacer contigo lo que los curas me hacían cuando me portaba mal –respondió Manuel tomándome de las muñecas.

Mi cuerpo desnudo fue a dar sobre las rodillas de Manuel, que no tardó nada en comenzar a nalguearme con su mano enorme y pesada. Sentía su mirada, sentía que estaba gozando con aquellas palmadas en mis glúteos. De repente me vi en el suelo y él estaba tocándome sin ningún pudor. Su mano recorría el surco que separa las nalgas y sus dedos llegaron a mi vulva haciéndome gozar y desear que me hiciera suya sin rodeos. Me conocía, sabía dónde tocarme, sabía qué era lo que me gustaba…

En ese momento se colocó encima de mí, ambos boca abajo. Sentí su voz en mi nuca diciéndome:

-Ahora que estás más en la posición que me gusta, serás mía una vez más…

¿Cómo que una vez más? Entonces sí lo conocía… Su lengua comenzó a abrirse camino en mi ano, haciendo que cerrara los ojos y me moviera al compás de sus lengüetazos, suaves o violentos de acuerdo a los movimientos. Un par de dedos vinieron a unirse a aquel pedazo de carne que sabía cómo y dónde moverse. Cuando creyó que ya estaba preparada se colocó encima de mí y su pene se introdujo lentamente en tanto yo me movía como una serpiente para lograr que me penetrara lo más posible. Sentía que aquel hombre ya me había hecho el amor otras veces, y ¡cómo me gustaba!

Sus manos tomaron mis pechos y los pezones fueron estrujados sin piedad. Sentía su aliento sobre mi nuca, su jadeo convertido en un lenguaje que sólo el placer del sexo podía entender. Me colocó en cuatro patas y tomándome de la cintura me empujaba con su cadera y su pene logrando que gritara de placer. Sus jugos colmaron la capacidad de mis entrañas y los líquidos comenzaron a fluir, mojando mi entrepierna. Me dejó allí tirada y se tiró a mi lado. Transcurrieron unos momentos cuando un chillido agudo e intermitente estalló en mis oídos.

Una lluvia de nalgadas cayó sobre mí. Me ardían, me picaban, me dolían… Como si no pesara nada volvió a ponerme sobre sus rodillas hasta dejarme el culo más rojo que una amapola. Trataba de cubrirme con las manos pero era imposible.

El chillido había terminado, pero comenzó a sonar otra vez. Abrí los ojos…

Las sábanas estaban tiradas a los costados de la cama, lo mismo que las almohadas. No entendía nada…

-Ernestina… anda mujer, levántate. El despertador ha sonado ya dos veces y tú nada. Te he hecho el amor por tus agujeritos, te he nalgueado, te he besado, hasta te he pasado un paño húmedo para que te despertaras, pero nada dio resultado. Fue una noche de muchísimo calor, esta habitación parecía en llamas. Yo tampoco pude dormir. Me desperté, fumé, te toqué… y tú nada.
-¿Manuel? ¿Eres tú mi amor? Entonces… ¿Todo fue un sueño? -dije refregando mis ojos.
-Bueno… por mi parte todo no –dijo metiendo su mano en mi entrepierna- Aquí están los restos de mi firma. Fue muy agradable y creo que tú gozaste muchísimo… incluso las últimas nalgadas, ¿verdad? Jajajajajaajaaa… Anda, levántate a ducharte que se nos hace tarde. Tú tienes que examinarte en Historia y yo debo ir a trabajar.
-Sí, creo que mezclé el sofocante calor con el deseo y la Historia, Manuel. Ya te contaré el sueño ya que tú eras protagonista.

En fin. Como decía Calderón de la Barca: “La vida son sólo sueños y los sueños… sueños son”