jueves, 23 de julio de 2009

MI PRIMERA SESION

Dedicado a Amo Amadeus y laurita{AMS}

Al mirarme al espejo, éste me devolvió una imagen que me gustó. Estaba preparada para él, física y mentalmente. El baño de inmersión me había relajado, distendido; en mi rostro se notaba la excitación y al mism
o tiempo, la incertidumbre. Tomé el bolso y dejé la habitación del hotel.

Me había tenido que trasladar de ciudad para ir a su encuentro, pero no me importó nada, ni siquiera el frío de este invierno tan brutalmente helado. Alquilé una habitación para poder bañarme y arreglarme adecuadamente. Un taxi me aguardaba en la puerta; le di la dirección al chofer y en menos de 10 minutos estábamos en donde debía bajarme para continuar con sus instrucciones. Caminé unas pocas calles siguiendo los datos, hasta que llegué al lugar. El frío invernal me pegaba en el rostro y me hacía sentir viva.

El frente de la mansión estaba rodeado de una maravillosa reja de metal con una puerta trabajada con deliciosos repujes. La empujé con cierto temor y cedió sin problemas. Pasé a un jardín muy cuidado, con flores y plantas que sobrevivían al gélido clima, que dejaban en el medio un camino de enormes baldosas de patio que conducían a la entrada principal.

El lugar era increíble, simulaba ser un castillo con torretas. Al acercarme a la puerta de entrada, noté que era de nogal, trabajada por algún ebanista de otra época. El llamador captó mi atención: era una original obra de bronce que representaba la parte frontal del torso de una mujer desnuda, y lo que golpeaba contra el trozo de metal apoyado en la madera, eran sus redondas y firmes nalgas. Sonreí ante tal ocurrencia cuando noté que la puerta se movía: la había dejado abierta para mí.

A pesar de llevar el papel de las instrucciones conmigo y de consultarlo cada dos pasos, tenía todo en mi memoria y sabía exactamente qué hacer. Al flanquear la entrada, me recibió una habitación enorme, en penumbras. Las velas, dispuestas estratégicamente en diferentes puntos de la estancia, emanaban luces que reflejaban sombras movedizas y temblorosas. La leña crepitaba en el hogar, y las llamas se unían a las luces de las velas creando figuras fantasmales, tan etéreas como efímeras. Todo eso creaba un ambiente espectral y mágico.

Cerré la puerta tras de mí dando los primeros pasos en aquel lugar. Unos pesados cortinados impedían que la luz del sol se filtrase sin permiso. Hasta la luz debía obedecer los deseos de Amo Amadeus. Entre los pocos muebles de la habitación había un perchero, allí colgué mi bolso y lentamente me fui quitando la ropa. Era extraño. Afuera hacía muchísimo frío, pero en esa habitación con el hogar encendido el ambiente era cálido y agradable. Al quitarme la ropa sentí un raro estremecimiento y tuve la sensación que alguien me observaba, pero todo estaba en penumbras y yo demasiado nerviosa como para ver a alguien.

Doblé el grueso vestido cuidadosamente y lo colgué del perchero junto al bolso. Al costado, pude ver el sofá donde estaba la venda para los ojos. Llevé mis manos a la espalda y desabroché el sostén. Como si él estuviera mirándome, crucé mis brazos delante del pecho llevando las manos a mis hombros; con el dedo mayor enganché los breteles y comencé a deslizarlos suavemente por los brazos, luego tomé con las manos las copas del sostén dejando libres mis senos, esos que los hombres me miran cuando uso los atrevidos escotes que tanto me gustan. Me sabía observada pero no sabía de dónde, así que hice un giro suave, como sin querer, para que pudiera mirarme por completo.

Con las manos apoyadas en la cadera, deslicé despaciosamente las palmas haciendo que entraran dentro del bikini de encaje, dejando fuera el dedo pulgar. La prenda se fue corriendo suavemente por la cadera mientras me colocaba de espaldas a la pared, mostrando descaradamente mis nalgas en tanto la prenda seguía bajando por mis muslos. Pude haber doblado las rodillas, pero preferí mantenerme derecha, abrir suavemente las piernas y una vez que tuve la bikini en el suelo, saqué de a uno ambos pies y tan lentamente como me había agachado, fui incorporándome. Me di vuelta y doblé la prenda, mientras que le permitía ver el monte de Venus, perfectamente depilado tal cual me lo había indicado. Las botas de tacón fueron a dar debajo del sofá. Quedaban las medias y el portaligas. Todo un ritual el ir desabrochando uno a uno los enganches; las medias se fueron enrollando hasta llegar a la punta del pie; las quité y las metí dentro de las botas.

Totalmente desnuda y con la venda en la mano, me dirigí a la mitad de la estancia donde me la coloqué. No veía nada en lo absoluto, pero quise imaginarme a mí misma allí: una mujer madura, de más de 40 años, baja, con el cuerpo aún muy apetecible, hermosos senos y nalgas descaradamente prominentes, el cuerpo de curvas bien pronunciadas y el cabello largo, con bucles que casi rozaban la cintura. Mantuve mis labios separados igual que mis piernas, aun arrodillada como estaba, con los brazos a los costados y la cabeza inclinada, me dispuse a esperar a mi Señor.

Estaba acostumbrada a esperar por él, pero no en aquella forma y menos en esas circunstancias. Para mí, el reloj se había detenido y las rodillas comenzaban a dolerme. No sé cuánto tiempo me mantuve así, pero cuando estaba por desfallecer, oí que una puerta se abría.

Mis oídos se agudizaron y pude percibir aquellos pasos, que serían casi inaudibles en otro momento. No podía ver, pero sentí en el momento que se interpuso entre la hoguera de la chimenea y yo, porque cortó el calor del hogar. Luego de caminar un par de veces a mi alrededor, lo sentí sentarse en un sillón, al tiempo que me observaba en silencio, exactamente igual que cuando me veía por la webcam. Casi un año manteniendo una relación exclusivamente virtual, pero por fin había llegado el momento de vernos personalmente, estar juntos y tener nuestra primera sesión.

Hubiese querido guardar silencio, pero no pude contenerme.

-Hábleme Señor…

Más silencio… Apenas podía oír sus movimientos mientras se acomodaba en el sillón y la casi imperceptible respiración.

-Hola “chanchita”.

¡Dios, como lo adoraba cuando me llamaba así! Giré la cabeza en dirección hacia donde provenía la voz. Nuevo silencio.

-Ya estás acá –dijo en mi oído haciéndome sobresaltar por la sorpresa- Ponte de pie…

Ahora sí lo sentía caminar a mi alrededor. De repente, sentí sus manos en mi cuerpo por primera vez, sobre mis senos, tratando de llevar a cabo la difícil tarea de tomarlos por completo, pero eran demasiado grandes, aún para sus enormes manos. Los estuvo acariciando un rato, pellizcándolos, comprobando su textura, su tamaño. Quise suponer que los había deseado mucho tiempo y que ahora que los podía sentir, quería disfrutarlos sin prisa.

De los senos subió a los hombros, retirando mi cabello hacia atrás. Bajó por la espalda hasta llegar a las nalgas y pude sentir su perfume, su cálido aliento en mi cuello y sus manos recorriendo mis huecos pero sin penetrarlos. Se colocó detrás de mí y corrió la cabellera hacia delante. Otra vez las manos en los hombros deslizándose, esta vez hacia delante, pasando por el pecho, los senos, la barriga y… pensé que iba a detenerse en mi vagina pero siguió por las piernas hacia los pies.

-Abre las piernas chanchita. Deben estar siempre abiertas para mí.

Cuando sentí la mano en mi monte de Venus, me sobresalté, porque no la esperaba allí, y menos aún su dedo mayor hurgando sin piedad entre mis labios inferiores. Creí morir de vergüenza cuando ambos notamos mi humedad. Bajé la cabeza, pero él la subió del mentón y me besó. Sentí su boca, su lengua buscando la mía sin reparos, sin vergüenza, sin temor. Solo existía la pasión contenida durante un año y que comenzaba a salir a raudales por todos nuestros poros.

Sentí la necesidad de rodearlo con mis brazos, mientras él ocupaba una mano en mi vagina, mojándola con mis jugos, y con la otra jugaba con un pezón.

-Quieta. ¿Quién te dio permiso de moverte? –dijo con una voz especialmente dura- Estoy reconociendo lo que es mío, y tus jugos me dicen que te agrada… chanchita.

Reconocer que tenía razón hizo que me sonrojara. Solamente el tenerlo cerca de mí, el sentir su voz en vivo, el sentir su contacto, su aliento, su cercanía… era suficiente para sentirme feliz, viva, y completa como sumisa.

De golpe dejó de tocarme. Silencio. Algo rodeó mis tobillos, primero uno y luego otro: estaba colocándome las tobilleras.

-Estira tus brazos hacia delante –Obedecí, mientras que con una firmeza no exenta de cuidado, me colocó las muñequeras.- Ponte de rodillas y prepárate a recibir tu collar.

¿Por qué significaría tanto que mi Amo me colocara ese trozo de cuero en el cuello? Quizás porque era más que un trozo de cuero, quizás porque era él quien lo ponía, quizás fue el sentir sus manos rodeando mi cuello, o las emociones que implicaban entrega, humillación, sentirse poseída.

-Ahora sí eres una perrita: “mi” perrita. -sus palabras recorrieron mi médula- De pie. Dame tus manos, te las ataré así, juntas. Ahora levántalas…

Estaba privada de la visión, pero el espejo de mi mente me permitía imaginarme parada a su lado, con los brazos en alto, totalmente desnuda, las piernas abiertas ligeramente y casi en puntas de pie. Lo sentí caminando alrededor de mí; estaba atenta a él, a sus movimientos, a sus ruidos, al contacto permanente que tenía conmigo. Sus manos en mi cuerpo se multiplicaban al acariciarme...

La punta de su lengua, sus labios y toda su boca se concentraron en mis pezones: los chupó, besó y mordió, estirándolos primero con sus dientes y luego con sus dedos. Algo duro, frío y metálico los apretó sin piedad. El dolor era agudo y me quejé por primera vez. Sentí su boca pegada a mi oído:

-Shhhhhh… ¿Qué pasa? ¿Duele perra? –es un susurro que me taladra, es una frase humillante por real y sentida, pero no le contesté. Mi silencio le hizo repetir la frase, pero para que me quedara claro, agarró la cabellera de la nuca y tirando mi cabeza hacia atrás me habló en un tono más fuerte- ¿No escuchaste? Ahora ya no puedes esconderte tras la PC , te tengo acá para mí. ¿Te duele perra?

La presión que ejerció sobre el broche mientras me interrogaba, hizo que le respondiera de forma inmediata:

-Sí Señor…

-Así me gusta –contestó colocándome el otro broche. Sentí un tirón en ambos pezones lo que me dejó saber que estaban unidos por una cadena.

Estuvo jugando unos momentos con eso: tiraba de la cadena en diferentes direcciones haciendo que me mordiera el labio, pero no dije nada. Lo sentí alejarse y luego un profundo silencio. Bajé mi cabeza buscando un momento de relajación, pero…

Una fuerte nalgada hizo que me contorsionara llevando mi cuerpo hacia delante. La sorpresa, el dolor, el ardor, el miedo, el placer, la mezcla de sensaciones, más placer… hizo que lanzara un fuerte gemido, mezcla de todo lo que iba sintiendo. De forma rítmica, fuerte, sonora, placentera, fueron cayendo las nalgadas una a la vez, distribuidas en forma uniforme en ambas nalgas. Daba una serie de azotes, paraba, me acariciaba y recomenzaba el castigo. Los primeros golpes fueron extremadamente placenteros, pero a medida que pasaban los minutos, se hacían más fuertes, dolorosos, se sentían más. Intenté no quejarme, pero resultó inevitable.

Paró en seco toda acción, pero dejó su mano apoyada en la nalga y me hizo una suave friega. La mano se movía en círculos cada vez más grandes, hasta que quedó instalada en mi entrepierna. El instinto me hizo cerrarlas, pero…

-¡Quieta! Abre las piernas –La orden no se hizo repetir. Fue delicioso sentir sus dedos explorándome, haciéndome desfallecer de placer.- Estás mojada chanchita. ¿Te gusta?

Ya me había tomado el punto y sabía cómo mover sus dedos para dejarme en la orilla del abismo del placer máximo, a punto de despeñarme por él… Pero no fue posible, porque en ese mismo instante, paró. Mi primer sentimiento fue de bronca hacia él, por dejarme en ese estado de excitación. Estuvo jugando con mis ganas un buen rato, llevando y trayendo mi lujuria a su antojo: ora azotes, ora caricias, ora masturbación sin límites. Hasta que llegó un momento en que no soporté más y me descargué en un grandioso orgasmo. No dijo nada, sólo me sostuvo hasta que el cansancio posterior llegó. Fue entonces que me rodeó con sus maravillosos brazos y me dijo:

-Mal, muy mal chanchita. Yo no te autoricé para que hicieras eso. Eres una perrita caliente y deberé castigarte por eso.

Me desató y poniéndole una cadena al collar, me ordenó:

-Al piso, de rodillas, en cuatro patas. Veamos… ¿Qué falta ahora para que seas una perra? Vamos a dar un paseo, vamos…

Sentí un azote en mi nalga, con un instrumento largo y contundente, o sea… una vara. La escena se presentó en mi cabeza: él tirando de mí por una cadena, yo caminando en cuatro patas como una perra, obedeciendo sus órdenes. Me sentí humillada y en su poder; de esa forma recorremos la sala hasta que me ordenó detenerme. El tirón de la cadena fue hacia arriba, por lo que intuí que debía ponerme de pie, caminar unos pasos hasta que mi panza tropezó con lo que supuse sería una mesa.

-Túmbate sobre la mesa y estira las manos hacia delante.

Obedecí, dejando mi estómago y mis senos pegados a la madera. Sentí cómo pasaba la cuerda por las muñequeras y las ataba a la mesa. Hizo otro tanto con las tobilleras y mis piernas, que debieron permanecer abiertas, con el culo en pompa y exhibiendo toda mi intimidad.

Percibí su presencia tras de mí. Sus manos exploraron mis agujeros una vez más. Metía, sacaba, hurgaba por todos lados y yo no pude evitar gemir de placer. Eso pareció incentivarlo para que arremetiera con más ganas sus toques. Cuando sentí que comenzó a introducirme un dildo en mi ano, comprendí que lo que buscaba era excitarme para que fuese más fácil la penetración. No lo hice intencionalmente, pero de forma instintiva e irracional, traté de evitar la penetración. Una sonora nalgada hizo que me quedase estática, hasta que el dildo fue introducido en su totalidad.

Descansé mi cabeza en la madera mientras el ardor en mi ano comenzaba a hacerse cada vez más placentero. Un silbido agudo me incorporó de golpe, aunque sin lograrlo por las ataduras. Conocía ese sonido a pesar de jamás haber sido azotada con una vara. No quería ser azotada con una, aunque jamás la había probado. Mi primer pensamiento fue: “No, la vara no. Él sabe que nunca la probé”. Intenté moverme pero fue en vano, también el intentar mirar. Sentí miedo, miedo al dolor. El primer varazo me hizo temblar.

-No Señor, por favor…- le supliqué con un suspiro. Se acercó a mi oído y me asusté aún más.

-¿Dijiste algo chanchita?

-Por favor Señor

-Por favor… ¿qué?

No podía decir nada. ¿Qué le iba a decir? Temía al dolor, pero también sabía que él no me haría daño, confiaba en él. Con ese pensamiento y el de mi entrega, agregué:

-Nada Señor…

-Bien

Los varazos se sentían más que cualquier azote. El dolor era agudo, punzante, y luego de sentirlo sobre la piel, como que se agrandaba a medida que pasaban los segundos. No le dio importancia a mis lágrimas ni a mis gemidos, pero me hacía sentir su presencia y cuidado acariciándome cada pocos azotes. No es que fueran demasiados, pero me hicieron saltar las lágrimas que me sirvieron de limpieza para borrar mis últimos temores.

Sentí el ruido de la vara al apoyarla sobre la mesa, y sentí su dureza cuando se apoyó sobre mí para recorrerme desde la nuca hasta las caderas con sus dos manos, bajó por una de las piernas hasta la tobillera, la desató e hizo lo mismo con la otra. En tanto, no paraba de besarme, de recorrerme con su lengua y con su boca. Creí estallar de placer y lo hubiera hecho si no se hubiese detenido para desatarme las manos.

Pensé que me dejaría libre, pero me equivoqué. Simplemente me viró y me puso boca arriba sobre la misma mesa, atándome manos y piernas como en una cruz. Fue en ese momento que me quitó los broches de los pezones. Necesité que los tocara, los acariciara, los besara pero… no hizo nada.

Tenía la vagina totalmente expuesta para él. Supo aprovecharlo separando los labios y colocando broches a ambos lados hasta un total de ocho; mientras hacía eso, introducía sus dedos en la vagina y movía sin piedad el dildo de mi ano. Mi excitación crecía sin remedio.

Silencio total. Sentí su mirada sobre mí primero, luego oí sus pasos que se alejaban para luego regresar. Se paró a mi lado. Quizás fue la sorpresa, quizás porque fue la primera vez, pero la cera caliente cayó sobre mis senos con la sensación de que perforaban la piel y dejaban un agujero en el mismo lugar que caía. Comencé a moverme en forma compulsiva, nerviosa. Mis gemidos y súplicas hicieron que se detuviera… en el pecho. Pero el viaje continuó hacia mi vagina, que temerosa, se contraía más de lo normal. A medida que retiraba los broches, hacía que la cera derretida se desplomara sobre la zona más sensible de mi cuerpo. Otra vez silencio, y luego su mano quitándome el dildo.

-Mmm… ¡qué bien! Aquí tengo una chanchita con el culo bien abierto… -dijo, mientras con su mano fue quitando la cera que había caído sobre la vagina.

Sin dejar de acariciarme, desató mis manos y piernas. Parecía que sus dedos se habían multiplicado, los sentía por todas partes y no quería que aquella sensación parara.

-Señor…

-¿Qué necesitas?

-A usted…

-Pero ¿qué pasa chanchita? ¿Estás caliente, excitada? Mmm… ya veo, estás mojada. Muy mojada –y recomienza su magreo por todas partes. De repente para sin más.

-¡No…! -le grité con una voz que no se sabía si era súplica u orden.

Pude sentir su sonrisa mientras me ayudaba a bajar de la mesa. Me guió hasta otro extremo de la sala. Fue allí que me indicó:

-De rodillas, ahora… -tomó mis manos y las ató juntas en la espalda.- La frente contra el piso.

Obedecí sin preguntar y lo sentí pararse frente a mí y poner los pies al costado de mi cabeza. Su voz, proveniente desde la altura, me pareció más dominante y bella que nunca:

-A ver chanchita… Quiero comprobar qué tan bien haces lo que tanto deseas hacer, qué tanto empeño pones.

La orden no necesitaba repetición. ¿Cuántas noches había soñado con hacerlo? Besé sus pies y los adoré. Mi boca y mi lengua fueron ascendiendo por sus piernas hasta llegar a su pene, que golpeó mi rostro en busca de atención. Mi boca fue todo lo dulce que pudo, el tiempo se detuvo y mi lengua comenzó a recorrer el objeto de mi deseo. Besé, chupé, succioné, recorrí y quise aprender de memoria cada milímetro de aquel bello y deseado falo. Mi Amo tomó mi cabeza con sus dos manos, dirigiendo el ritmo y la cadencia con que deseaba ser satisfecho. Perdí la noción del tiempo, solo quería su satisfacción y llegar al final. Pero no me lo permitió. Me detuvo y me hizo poner de pie.

Su mano derecha tomó mi mentón para levantarme el rostro y besarme con pasión. Mi excitación hizo que le retornara el beso con las ganas acumuladas durante todos esos meses. El volcán de mi efusión y voluptuosidad estaba a punto de estallar. La espera había sido demasiado larga y no podía aguardar más. Me dio vuelta con energía y desató mis manos con cierta torpeza por el apuro.

El sillón nos recibió con alguna queja por el impulso. Él se sentó y me colocó encima, a horcajadas sobre él. Mi cabalgata fue comparable a la de la más experta amazona, pero yo llevaba interiormente el soporte de su virilidad que me impedía caer y me dejaba gozar sin pudores. Su boca en mis pezones, sus manos azotando mis nalgas y marcando el ritmo de mi cabalgata, hicieron que una lluvia de orgasmos contenidos se desataran sin más.

Me ordenó pararme y levantarme para inclinarme sobre el asiento del sillón, con las piernas muy separadas y la vagina expuesta. Sentí su rostro hundirse en mí, mientras sus dedos recorrían mi ano. No pude evitar sentir un orgasmo más grande que un tsunami que me invadió todo el cuerpo. Sin que me pudiera recuperar, su falo se introdujo en mi ano hasta el fondo.

Los embates comenzaron lentamente, de forma suave y rítmica, hasta que fue subiendo el compás más y más fuerte cada vez. Su pene entraba y salía sin cesar, volviéndome loca de excitación. Mientras con una mano pellizcaba mis pezones, hurgaba en mi vagina en busca del clítoris, o me nalgueaba para llevarme a un estado donde el tiempo y el espacio pierden validez para darle todo el lugar al placer. Apretando su cuerpo contra mis caderas, sentí que mis entrañas fueron bañadas por su semen. Lo sentí tan mío, me sentí tan suya, lo percibí tan dentro de mí que no pude evitar un orgasmo más.

Cuando se separó de mi cuerpo, me sentí como abandonada. Se acercó y parándose a mi lado me preguntó:

-¿Estás feliz chanchita? ¿Te gustó?

Lo miré a los ojos y pude ver una sonrisa en su mirada.

-Si Amo Amadeus, muy feliz. Me encantó. ¿Y usted, Señor, está complacido? ¿Está feliz?

Sonríe una vez más y guiñándome un ojo me contesta:

-Sí, mucho. Pero ahora laura, levántate. Debes bañarte, cambiarte y regresar. Ya es tarde.

No deseaba irme, ni quería que esa tarde terminara, pero obedecí. Una vez que estuve arreglada me acompañó a la puerta donde me aguardaba un coche, me besó y me despidió con una corta frase:

-Cuídate chanchita. Nos vemos…

--- F I N ---