martes, 13 de abril de 2010

ATALANTA, LA INDOMABLE - PARTE FINAL

Parte Final

Dedicado a mi querido amigo
Severo (de España),
con mi gratitud

La princesa Atalanta, esa era ella. Al no saber con certeza quiénes eran sus padres no podía saber su linaje, pero aún así tenía su palacio y todo lo había conseguido por mérito propio. Se dirigió al mirador y allí se sentó mientras la servían.

Echó su cabeza hacia atrás y cerró los ojos. ¿Habría alguien que pudiera comprenderla? Seguramente no, porque ella era alguien contradictorio, pero nadie lo sabría. Mostraba al mundo la imagen de una mujer dura y sin piedad, que odiaba y repudiaba a los hombres, pero ella sabía que la única razón por la que hacía eso, era porque… no había encontrado aún, ninguno que pudiera dominarla. Los hombres eran débiles, ineptos, sin inteligencia, sin fuerza, sin talento. ¿Qué no daría ella por encontrar un hombre que tuviera la sagacidad para dominar su mente y la fuerza para dominar su físico? Bueno… si pudiera dominar su mente, su cuerpo se entregaría con facilidad.


Pero la estupidez masculina estaba confirmada: apenas había corrido la noticia de que el vencedor de la carrera se casaría con ella, había tres hombres esperando para intentar ganarle. Y lo peor es que además de tontos no eran guapos. Pero los tomaría como esclavos y los haría trabajar por tener la osadía de intentar desafiarla. O quizás los matara.

A la mañana siguiente Atalanta apareció bellísima. Era joven, altiva y con un resplandor que ella ignoraba, pero que atraía las miradas. No le gustaban las multitudes, así que las carreras se harían apenas con los competidores y los jueces.

Miró a sus contrincantes y por un segundo sintió pena por ellos.

-Seré generosa. Les daré cincuenta pasos de ventaja. ¿Quién será el primero?
-Yo, Diodoro de Imbros

Ese hombre tendría unos 40 años y no se veía ágil, pero sí seguro de sí mismo, y eso merecía respeto. Atalanta se alejó cincuenta pasos y la carrera dio comienzo. Cuando el pobre hombre estaba por la mitad de la distancia, la ágil mujer ya estaba en la meta. No lo dejó llegar. Tomó su arco y una fecha de su aljaba, apuntó, disparó y el certero tiro dio de lleno en el corazón de Diodoro.

-Quién es el siguiente –preguntó con voz de trueno. No hubo respuesta. Los otros dos competidores bajaron la cabeza y marcharon, sin animarse a desafiarla luego de semejante demostración de velocidad.

La noticia corrió rápidamente, pero algunos dijeron que Diodoro había perdido la carrera porque estaba mayor para competir corriendo con la joven Atalanta. Así que la princesa recibió el dato de que había dos hombres que la desafiaban para los siguientes días.

El frescor de la mañana pegó en su rostro al galopar. Como siempre, arco y aljaba cruzaban su pecho como prevención y amenaza para todos los competidores. Bajó del corcel con gracia y agilidad, dejando ver la suavidad de sus torneadas piernas y la turgencia de su atlético físico. Los pasos eran felinos, los daba con rapidez pero en silencio, moviendo su cuerpo con sensualidad. Era virgen, pero como mujer le gustaba ser observada y admirada, y sabía cómo seducir para luego simplemente desdeñar a quien se le acercara..

Eleuterio era un bello ejemplar, procedente de la ciudad de Skyros. Se trataba de un guerrero de músculos generosos, cabellos rubios y rostro angular. Su boca se abría en una sonrisa franca y sincera. Tenía ojos de niño y cuerpo de dios. Atalanta quiso observarlo de forma disimulada, pero no pudo. Sus músculos estaban cincelados por la mano de Hefesto y parecía que Apolo había donado parte de su apostura a ese guapo mortal.

El segundo competidor era Patroclo de Méthone. Tan joven y casi tan guapo como Eleuterio, pero sin su gracia y gallardía. Se veía como un hombre no demasiado convencido de entrar en la competencia, pero seguía allí sin moverse.

Atalanta sabía que ninguno de ellos ganaría, pero por fin tendría esclavos sin tener que pagar por ellos. Tan segura estaba de sí misma que les dio cincuenta pasos de ventaja a cada uno. Eleuterio llegó a la meta unos cinco segundos después de Atalanta, pero a ella sólo le interesaba ganar, aunque fuera por un paso. Además, tenía que guardar energía para Patroclo. Cuando Eleuterio se acercó a ella esperando ser ejecutado, le dijo:

-No, no temas… te dejaré con vida, pero tomaré tu libertad. Ahora me perteneces

La misma suerte corrió Patroclo, y así regresó Atalanta a su palacio con dos nuevos esclavos para formar parte de sus pertenencias.

Con el correr de las semanas y los meses, su cuadra de esclavos fue creciendo con hombres jóvenes, fuertes y gallardos. Los que no le interesaban trataba de disuadirlos de la idea de la competición, pero si no aceptaban, los mataba al finalizar la carrera.

En pocos meses tenía varios esclavos. Los hombres eran sus ex pretendientes, y las mujeres eran compradas en el mercado de esclavos, o las cambiaba por algún esclavo que no le interesaba conservar. Quería que la sirvieran, tener a todas esas personas bajo su mando y caprichos, pero… no era feliz.

Eleuterio y Patroclo fueron sus dos primeros esclavos. Luego llegaron Ganímedes, Midas, Cosme, Aniceto, Learco, Teófilo y Belisario. Cada uno tenía sus tareas. Aniceto el invencible, le servía para acompañarla y ayudarla en sus entrenamientos. Belisario, como su nombre lo indicaba, era un estupendo flechero, casi tanto como su Ama. Ganímedes tenía algún estudio, así que lo tomó como su escribiente. En tanto Cosme, Midas y los demás se encargaban del resto de las tareas.

Las esclavas se dedicaban al las tareas domésticas: limpieza, cocina, y atención de su Dueña. Dos de ellas, Leoncia e Iris eran sus doncellas, aunque una mujer como ella no estaba ni estuvo jamás acostumbrada a perder horas embelleciéndose, y en el caso de Atalanta, tampoco lo necesitaba, su belleza era natural.

La vida en el palacio transcurría según la mente y los deseos de Atalanta. Su cabeza era un enjambre de ideas contradictorias y encontradas. Por un lado, quería dominar a todos esos hombres que se habían atrevido a desafiarla, y por otro lado, sólo deseaba encontrar uno que la dominara; ese era su más escondido secreto que jamás revelaría. Además, su hombre ideal posiblemente no existiera, por eso ella se había consagrado a su diosa Artemisa y se había mantenido virgen como lo exigía la diosa para pertenecer a su templo.

La joven cazadora estaba siempre entrenando a la espera que su rey la llamara para encargarle alguna tarea, pero eso no sucedía, así que ocupaba sus horas persiguiendo presas, corriendo o ejercitándose. Pero desde que tenía esclavos también se ocupaba de adiestrarlos a su gusto y enseñarlos a obedecer. No sentía demasiado placer castigando o entrenando a las mujeres, pero estaba especialmente ensañada con los hombres. Siempre buscaba cualquier excusa para castigarlos.

Un día Atalanta salió con Aniceto y Belisario, esclavos por los que sentía un particular aprecio porque la ayudaban a entrenarse. Pero algo le decía que debía volver al palacio, así que dejó el entrenamiento en forma sorpresiva y allí se dirigió. Al entrar sintió risas y gemidos. Sigilosamente se dirigió a los aposentos de sus esclavas y fue cuando descubrió la orgía que estaba teniendo lugar entre sus esclavos.

Algunas de las mujeres corrían desnudas por el lugar, los hombres iban tras ellas hasta que las atrapaban y entonces eran poseídas por ellos u obligadas a satisfacerlos sin mayor resistencia de su parte. Trató de esconderse, porque jamás había visto algo similar y quería saber si aquello era realmente tan placentero como le habían dicho.

Ganímedes corrió tras Creusa y la atrapó, tirándola al suelo. Fue entonces que le arrancó la túnica y por un momento quedó admirándola. La joven tenía la piel blanca y el cabello negro. Los senos quedaron parados como dos montículos de carne rosada que sin más fueron devorados por la voraz boca del esclavo. Las manos del hombre parecían de metal, y apretaban sin escrúpulos el cuerpo de la esclava que se retorcía de placer. No hubo demasiados preámbulos antes que clavara su miembro en la joven, mientras que él se ponía de rodillas y la alzaba de la cadera, empujando las entrañas de la esclava, que abrazando con sus piernas la cintura de su verdugo, ayudaba a la penetración.

En otro sector, sobre una especie de diván, Leoncia gozaba con las atenciones lésbicas de Brisedia, que introducía su lengua en los agujeritos de la esclava principal de Atalanta, mientras esta gemía cuando el pene de Silesio le permitía hacerlo sin que se atragantase.

Idalia, extendida sobre el cuerpo de Learco, satisfacía a este hombre y también a Cosme, que tendido sobre ella hacía buen uso de su ano…

La princesa buscó con la mirada a Eleuterio, el esclavo más guapo de su cuadra. El dorado cabello del joven resplandeció entre las piernas de Iris, que rodeaban la espalda del hermoso joven, el no tardó demasiado en ponerse en pie y alzar a Iris que como una víbora envolvió la cintura del guerrero con sus piernas. Al darse vuelta para tomar asiento sin por ello dejar de besar a la muchacha, Atalanta abrió sus ojos desorbitadamente al poder apreciar las dotes amatorias del rubio mancebo. Eleuterio lentamente comenzó a introducirse en el pequeño orificio de Iris, que echando hacia atrás su cabeza y apoyándose en el guerrero, gritó de gozo una y otra vez.

Atalanta tuvo el impulso de lanzarse a los gritos en el lugar. ¿Por qué sus esclavas tenían que estar felices y gozosas mientras que ella, su dueña, no conocía aún el placer del sexo? Pero optó por quedarse escondida, observando todo lo que sucedía. Alguna vez había oído de aquellas orgías, sobre todo cuando se contaban historias del dios Dioniso que cometiendo excesos de comida y vino, terminaba sus fiestas con sus invitados disfrutando de los placeres mundanos sin frenos ni tabúes.

Si Eros y su madre Afrodita, estuvieran observando el palacio de la princesa en ese momento, estarían felices por el grado de lujuria y placer desplegado en el lugar. En cambio Atalanta estaba enojada, furiosa, iracunda. Pero no se movía de su lugar y sentía como un extraño cosquilleo en sus zonas más íntimas. Apretó sus piernas y notó que tenía la entrepierna mojada. Los pezones sobresalían impúdicos bajo la suave tela de su túnica. “Por todos los dioses del Olimpo, cómo desearía estar en el lugar de una de ellas ahora mismo…”, fue su pensamiento más íntimo. Pero ¿qué estaba diciendo? Ella debía mantenerse virgen y jamás permitiría que nadie la tocara.

Las palabras del oráculo volvieron a su mente recordándole que no debía casarse y menos aún que algún hombre la poseyera, porque aunque no moriría, sería su fin. “¿Por qué, oh Zeus, Padre de todos los dioses, me torturas de esta manera?” El líquido que brotó de sus ojos parecía hierro candente que quemó su rostro. Se enjugó sus lágrimas con rabia y tomando el látigo que llevaba a la cintura, se puso en pie, encaminándose a la mitad de la habitación.

El chasquido del látigo debió cortar el aire más de una vez para que la presencia de la princesa se hiciera notoria. Las risas, los gemidos, los jadeos dieron paso lentamente al silencio. Ninguno se atrevió a hablar, y menos aún a moverse o intentar huir.

-¡Leoncia! -La esclava corrió desnuda hacia su Ama, arrojándose a sus pies- tú eres mi esclava principal, la encargada de todos mis esclavos y del palacio en mi ausencia. Explícame qué ha sucedido aquí.
-Lo siento mi Señora... No tenemos excusas, todos nos dejamos llevar por los deseos contenidos desde hace mucho tiempo.
-¿Mucho tiempo? ¿Significa que hoy es la primera vez?
-Sí mi Ama
-¿Y pretendes que te crea? ¡Desaparece de mi vista! Me has defraudado, has deshonrado mi casa y mi confianza. Tendrás tu merecido al igual que todos los que están aquí.

Así fue: todos fueron castigados de una forma u otra. Los que no le interesaba conservar, los azotó y luego envió al mercado de esclavos. Todos fueron flagelados, algunos más duramente que otros, pero nada de eso la satisfacía. Ella quería otra cosa, buscaba algo más.

Estaba harta de dominar y someter a todos. Lo que en realidad deseaba era ser ella la protagonista de la dominación y sometimiento. ¿Es que no existía ningún hombre que la comprendiera, que supiera lo que su alma deseaba secretamente? Un varón que con sólo mirarla a los ojos entendiera cuán sumisa y esclava podría llegar a ser con el hombre acertado. ¿Y quién podría ser ese hombre, dónde estaba, por qué no aparecía? Sin duda que ese ser varonil, único para ella, sería aquel que supiera reconocer qué era lo que ella escondía tras tanta soberbia, el que no le temiera, el que no se diera por vencido y no vacilara en domarla porque… porque sabría desde un principio que ella le pertenecía, que desde un comienzo era suya.

Nunca le había resultado fácil disimular esa frustración de sentir profundos deseos de ser esclava y no encontrar al hombre que la dominara. Un hombre que no le temiera, al que no hiciera falta confesarle su entrega porque él la vería en sus ojos y en su alma desnuda siempre para él.

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Hipómenes había oído hablar mucho de Atalanta, así que fue hasta la ciudad de la bella cazadora y esperó hasta que alguien la desafió y fue a verla. No podía creer que existiera una mujer así. Con su sola presencia, aún sin que ella lo mirara, comenzaron a temblarle las piernas y la transpiración corría por su rostro y cuerpo. No podía ni hablar.

Había varios pretendientes dispuestos a perder su vida y su libertad por vencer a Atalanta. Hipómenes se unió a ellos, pero a la noche salió de la habitación que compartían y comenzó a caminar hacia el templo de Afrodita. Sólo la diosa del amor podría inspirarlo y ayudarlo.

Hipoménes era un mancebo glorioso. Tenía los cabellos negros y la piel dorada como el cobre, lo que hacía resaltar sus ojos verdes. Era muy alto y de extremidades largas, cuerpo atlético y movimientos precisos. Al llegar al templo cayó rendido a los pies de la estatua de la diosa, que lo observaba desde el Olimpo. Afrodita lo vio tan joven, gallardo, enamorado y desesperado, que bajó a la tierra y le prometió que lo ayudaría, pero debía seguir sus consejos e instrucciones, entonces conquistaría el corazón de la veloz cazadora.

Afrodita lo ayudó a ensayar un papel y le explicó qué debía hacer, dándole varias instrucciones secretas. Además, le entregó tres manzanas de oro que había arrancado del jardín de las Hespérides y le indicó cómo usarlas.

Al otro día, los desafiantes estaban listos para la prueba. Atalanta llegó en su brioso caballo, más bella que nunca. Para adquirir una velocidad que no necesitaba pero más que nada como distracción para sus desafiantes, se quitó toda la ropa quedando totalmente desnuda.

Todos la miraban y admiraban, Hipómenes incluído. El cabello negro y brillante cayendo sobre su espalda y pecho, los hombros sensuales, los senos blancos y sensuales, que invitaban a gozarlos. El vientre plano con un monte de Venus que asomaba indecoroso con una selva marañosa en la que todos querían ser atrapados. Las piernas largas, firmes, torneadas como pilares del templo glorioso que guardaban sus poderosas nalgas. Si antes le había gustado, ahora Hipómenes estaba simplemente loco por ella. Se puso último en la fila y esperó…

Atalanta los hacía pasar en grupos. A los primeros les ofreció cincuenta pasos de ventaja, pero lo rechazaron y eso les costó la vida. El segundo grupo aceptó los cincuenta pasos, pero tampoco lograron vencerla y quedaron como esclavos, ante lo cual alguno de ellos decidieron darse
muerte. El resto, atemorizado, renunció y huyeron de aquella demoníaca mujer. Todos menos uno: Hipómenes.

El joven quedó de brazos cruzados mirándola con una actitud que iba de la burla a la provocación.

-Bueno… y tú ¿qué? ¿vas a competir o no? –gritó Atalanta con seguridad y soberbia.
-¿Yo? ¿Arriesgarme a morir por ti? ¿Por una mujer como hay tantas?

Pero… ¿de qué hablaba? ¿Ella una mujer como tantas? ¿Quién se creía que era? Nunca jamás ningún hombre la había tratado con tanto desprecio.

-Lo que pasa es que eres un cobarde. No te animas a enfrentarme. Te desafío y además… hoy estoy generosa: te daré cien pasos de ventaja.

El joven hace un gesto de indiferencia y simplemente no le contesta.

-¿Es que no me oíste? –inquirió enfurecida.
-Shhhh… no me grites. Sí te oí, pero no me interesa la propuesta de una… casquivana sin escrúpulos.
-¿Casquivana yo, que he dedicado mi vida a Artemisa? Te equivocas, lo único que deseo es liberarme de la persecución de los hombres.
-¿A quién quieres engañar con esa historia?
-No engaño a nadie, es la verdad. Pertenezco al templo de Artemisa, soy virgen y no me interesan los hombres.
-¿De verdad? Pues… ya deja de disimular porque nadie lo diría.

Hipómenes sí que sabía disimular. Estaba muerto de miedo, pero al mismo tiempo esta conversación con Atalanta lo estaba envalentonando. En realidad esa mujer no era tan fiera como ella quería hacer creer a la gente, simplemente quería ser dominada por un hombre, pero ninguno se atrevía a enfrentarla. Bueno… él sí.

La mente de Atalanta en cambio, no se había dado cuenta que era el hombre que estaba buscando. Aunque se sentía grandemente atraída por ese macho que la miraba por encima del hombro como si ella no fuera nada ni nadie. Estaba realmente enojada porque era la primera vez que alguien la menospreciaba. ¿Por qué esa dicotomía? Odiaba a ese hombre por su trato, pero al mismo tiempo no deseaba más que la tomara en sus brazos por la fuerza y la hiciese suya. O matarlo para que la dejara de molestar… No, matarlo no. Mejor ganarle para llevarlo a su palacio como esclavo y allí hacerle pagar esta humillación. Pero… era tan lindo, tan gallardo, tan… dominante en su forma de tratarla, que a cada momento deseaba más y más que la hiciera suya.

Hipómenes se dio media vuelta y comenzó a alejarse.

-Oye, tú, como te llames… ¿Dónde crees que vas?
-Me voy –dijo con desdén y total falta de interés-. Olvidé decirte que no acostumbro competir con mujeres.
-Te daré doscientos pasos de ventaja

Ante eso Hipómenes se detuvo, quedándose estático y en silencio por largo rato. Luego, dio media vuelta y regresó hasta donde estaba Atalanta. Se acercó a ella hasta que pudo sentir su aliento. Era más alto que la cazadora, por lo que ella debió alzar la vista para mirarlo. El joven con sus penetrantes ojos verdes, se quedó en silencio frente a ella, hasta que Atalanta no soportó su mirada y tuvo que bajar los párpados, experimentando por primera vez el rubor de estar frente al hombre de su vida, mientras que una extraña sensación en el estómago y otra mayor en su entrepierna, la hicieron turbarse. Hipómenes comprendió que había ganado. Entonces se acercó a su oído, rozando apenas la suave mejilla de la joven y con voz pausada y en un susurro le dijo:

-Has vencido a los débiles, pero a mí no lograrás vencerme.

Atalanta no sabía qué hacer. Ese joven gallardo le gustaba demasiado, daría cualquier cosa por no tener que enfrentarlo, pues si lo hacía tendría que matarlo o tomarlo como esclavo. Y ella no quería un esclavo, sino que deseaba ser su esclava. Pero vencería, no había forma de evitarlo, aunque… no entendía por qué la seguridad del joven y su forma de tratarla. Pero el joven tenía algo más para decir:

-Tengo una condición más para aceptar tu desafío. Quiero que la carrera sea pública, con testigos. No confío en ti, eres sólo una mujer y quizás quieras hacerme trampa.
-Acepto –contestó la corredora con todo el odio y resentimiento que fue capaz.

La noticia corrió por toda la comarca y el día de la competición la corredora hizo su aparición más deslumbrante que nunca, con una corta y leve túnica. Con tanta gente mirando, no quería estar desnuda, aunque sabía que la ropa le quitaría algo de velocidad.

Hipómenes ni siquiera la miró. Sólo se frotaba vigorosamente las piernas con aceite y en el momento de la partida se situó al lado de Atalanta. La joven, en silencio, retrocedió los pasos que le había prometido.

La señal retumbó por los aires y sin pérdida de tiempo Hipómenes se lanzó a correr sin demora. En cambio Atalanta tardó unos segundos como para darle aún más ventaja y recién en ese momento se lanzó a correr. La velocidad de la cazadora era tal que no solo le alcanzó sino que le sacó ventaja. De entre sus ropas, Hipómenes sacó la primera manzana de oro y la lanzó por los aires, haciendo que cayera delante de Atalanta. La joven corredora la vio brillar y se detuvo a recogerla y admirarla, seducida por la belleza y el resplandor del oro. Hipómenes pasó como ráfaga a su lado, sacándole nuevamente una buena ventaja. Pero la velocidad de la joven hizo que recuperara en poco tiempo el terreno perdido. Antes de que lo alcanzara y siguiendo las instrucciones de Afrodita, dejó caer la segunda manzana. El tiempo que tardó en recogerla fue el que aprovechó Hipómenes para adelantarse y acercarse a la meta. Atalanta tenia piernas portentosas y faltaba poco para llegar al final cuando el joven dejó caer la tercera manzana.

Atalanta debía decidir si parar a recogerla o no. Sabía que si se detenía, perdería la carrera y su prestigio, sin contar que debería casarse con Hipómenes. Perdería mucho, pero quizás ese fuese uno de los momentos en que perdería para ganar. Y se detuvo. Ella no lo sabía ni él tampoco, pero quizás era su primer acto de sometimiento ante el hombre que la dominaría como ella lo deseaba.


Hipómenes, haciendo un esfuerzo sobrehumano, aprovechó la última ventaja y llegó a la meta apenas antes que su desafiante. Entre gritos, alboroto y muestras de adhesión al triunfador, le declararon vencedor, y se celebró la boda con la presencia del Rey y de toda la gente de la comarca. La fiesta duró tres días y fue una de las más comentadas en mucho tiempo. Pero a los novios les importaba más otra cosa…

En la habitación del palacio de la novia, la pareja comenzó a amarse. Hipómenes debía ser cuidadoso con ella, su esposa. Era tan joven y tan hermosa, que sólo pensaba en poseerla. Si él estaba ansioso, ella no lo estaba menos. Apenas entraron en la habitación, ella se colgó de su cuello y comenzó a besarlo con pasión. El hombre tuvo que hacer un esfuerzo por no seguir sus instintos, que le indicaban otro camino del que él pensaba tomar. La apartó de su lado con firmeza.

-Atalanta, las cosas deben cambiar. Yo no soy uno de tus esclavos a los que mandas y ordenas a tu antojo. Soy tu esposo y me debes respeto. De ahora en adelante debemos decidir los dos, pero recuerda que yo tendré siempre la última palabra y deberás obedecerme.
-Sí, lo que tú digas –dijo ella intentando besarlo nuevamente.
-Estás muy deseosa de estar conmigo, de que te haga conocer las delicias del amor carnal…
-Sí, eso es lo que más deseo –contestó ella en un susurro y en puntas de pie para llegar a los labios del joven.
-Yo también lo deseo, pero antes tengo que hacer algo. Quiero que tengas claro que el que manda aquí soy yo, y tú debes obedecerme. ¿Deseas obedecerme Atalanta?
-Sí, es lo que más deseo.
-Desnúdate para mí…

La joven obedeció sin reparos y quedó totalmente desnuda para deleite de los ojos de su esposo.

-Eres tan hermosa que no lo puedo creer. Eres mi esposa, mi esclava, mi tesoro más preciado. Yo te cuidaré, te amaré y te haré feliz. A cambio quiero tu entrega sumisa, tu obediencia y tu amor fiel. ¿Qué dices a todo eso?
-Acepto mi Señor…
-Entonces ven aquí… ponte de rodillas ante tu Señor…

Le colocó un collar de esclava y tirando de ella por una cadena la condujo hasta la mazmorra. Los sirvientes los vieron pasar por los corredores, pero todos se alejaron rápidamente. Una vez en el lugar, iluminado por antorchas, sujetó a la mujer con grilletes, de espalda a la pared.

Atalanta estaba muy atemorizada, pero la idea de ser tratada como una esclava la estaba excitando más de lo imaginado. La mano de su esposo y Señor apartó el cabello de la espalda y besó su nuca, mientras sus manos recorrían el cuerpo juvenil.

Los azotes cayeron en su espalda sin previo aviso. Le dolían, pero sin entender por qué gozaba con aquel dolor. Sus nalgas también fueron torturadas, pero los momentos en que él la acariciaba valía el tormento de los azotes. Luego la dio vuelta y sus pechos fueron el blanco del martinet. Sus pezones se endurecieron al punto de explotar. La mano del hombre buscó el lugar exacto para tocar, entre aquella maraña húmeda de jugos.

Atalanta comenzó a convulsionarse sin saber qué era aquella maravillosa sensación, Le pareció que se estaba orinando, sentía correr algo entre sus piernas, pero el gozo era increíble, nunca había sentido algo así.

Hipómenes la liberó y tomándola entre sus brazos la colocó sobre una mesa, donde le ordenó recostarse. Su vulva quedó totalmente expuesta y el joven comenzó a recorrer con su lengua la totalidad de la zona exhibida. Atalanta no podía creer que pudiera existir tal placer. Tenía una explosión tras otra, era increíble. Se retorcía, se agitaba, gemía y gritaba por sus descubrimientos.

Fue entonces que decidió hacerla suya. Con su miembro erecto, y besándola suavemente, comenzó a penetrarla. Ella sintió que algo se le desgarraba por dentro y la mojaba. Quiso mirar, pero él no se lo permitió. El empuje se hizo cada vez más fuerte, y los espasmos aparecieron en el joven, que unió sus líquidos con la sangre de la virgen cazadora.

Aquella fue la primera vez de miles más. Ambos eran jóvenes y no tenían demasiado cuidado de que los vieran en pleno acto sexual. Donde los encontraba el deseo, allí mismo lo hacían, sin reparos ni pudores.

Así se amaron Hipómenes y Atalanta, Dominador y dominada, Amo y sumisa, Señor y esclava… por todo el tiempo que estuvieron juntos. Con los años Atalanta dio a luz a un varón que luego se convirtió en héroe. Pero esa ya es otra historia.

Sé que hay otras versiones donde la lujuria los lleva a convertirse en leones que no pueden tener sexo y deben tirar del carro de una diosa llamada Cibeles y así darle veracidad a lo que le decía el oráculo de Delfos, pero… me gusta más mi versión. Después de todo, no creo en los oráculos.