lunes, 17 de agosto de 2009

Mitos de Grecia versión BDSM: ATALANTA, LA INDOMABLE

Autora: anitaK[SW]

Este mito llamó mi atención desde la primera vez que lo leí, de niña, en una enciclopedia de mitos y leyendas de Grecia y Roma que me habían regalado mis padres. Hoy me daré la oportunidad de recrearla y lo haré con mi propia versión acercándolo a nuestro “mundo del BDSM”. Atalanta simboliza para mí la mujer rebelde, indómita y contestataria que enfrentó el esquema patriarcal de su época logrando el respeto de las generaciones posteriores.

ORIGEN Y NIÑEZ

Ser una hija no deseada es tan difícil ahora como lo era en el segundo milenio AC., período donde se desarrolla este mito. Los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre los orígenes de nuestra protagonista. Para algunos es hija de Yaso y Climene; para Eurípides y otros, su padre era Mélano; Apolodoro la tiene como hija de Jafo y otros como hija de Esqueneo, rey de Arcadia, o del Esqueneo que era rey de Eschitre. Sin embargo la versión más difundida la nombra como hija de Atamante y Temisto. Pero sean quienes fueren sus progenitores, el padre al ver que el recién nacido era una hembra, ordenó llevarla al bosque y dejarla allí abandonada con la seguridad de que moriría.

Para suerte de la niña, una osa (algunos dicen que era la propia Artemisa) que la vio, decidió amamantarla y cuidarla, hasta que unos cazadores la encontraron y se la llevaron para criarla.

EL ENTRENAMIENTO

Los días iban pasando y la niña aprendía lo que le enseñaban, pero también lo que veía. Cada uno de aquellos cazadores tenía una habilidad que practicaba con verdadera pasión, pero la niña era el centro de atención y cuidado de todos. Este le enseñaba a lanzar la jabalina, el otro el manejo del arco y la flecha, el otro a correr, el de más allá el arte de la lucha, y el más anciano le daba consejos para que no se dejara engañar por nadie. Sus horas siempre estaban ocupadas con enseñanzas y prácticas mientras que los años corrían y la pequeña niña se convertía en una bella jovencita, escondida tras el ropaje y las actitudes de un hombre.

De todo lo aprendido, había dos habilidades que disfrutaba sobre las demás: las carreras y la caza con arco y flecha. Para correr competía con cualquier cosa, tanto le daba un hombre, un animal o el propio viento. Le gustaba ver pasar el paisaje rápidamente a su lado, y al estar dotada de una excelente visión, percibía los obstáculos desde lejos y conocía su propio bosque mejor que nadie. Sentir el aire golpeando su rostro, mirar hacia atrás para ver la polvareda que dejaba tras ella, eran cosas que gozaba grandemente. No siempre salía con la intención de correr, pero a menos que fuera de cacería, terminaba haciéndolo. Un pie delante de otro, el deseo de ir más rápido, la ligereza del cuerpo y a veces la llanura sin obstáculos dominaba su cuerpo, su mente y emprendía la corrida por el mero gusto de sentir que casi volaba. En sus principios había cometido muchos errores, pero su maestro y entrenador le había enseñado cómo superar cada uno de ellos, convirtiéndola en la mejor corredora y la más veloz.

En la caza también era excelente porque era protegida de la diosa Artemisa y tenía dotes naturales, pero además quienes la criaron eran cazadores, y cada uno le brindaba sus propios consejos.

-Cuando sales a cazar -le decían- siempre debes pensar que tu presa es peligrosa y que puede vencerte, no importa lo inocente que parezca. Eso se mantendrá expectante y atenta. También será normal que sientas miedo, no demasiado, porque la bestia te olería y se daría cuenta de tu temor, sino el miedo suficiente que te sirva para estar atenta a todo, ese miedo que haga que tus sentidos estén alerta. Debes aprender a controlar el miedo Atalanta, y no dejar que este te controle a ti.

Usa tus sentidos niña, y piensa que tu enemigo, tu presa, tiene los mismos sentidos que tú. Fíjate en los animales: ellos huelen todo antes de probarlo. ¿Sabes por qué? Porque el olfato es el sentido más fiel. Así que recuerda colocarte de forma que el viento no lleve tu olor a la presa, sino que traiga el olor de la presa a ti...

Quizás el conocimiento y la habilidad eran heredados, quizás eran adquiridos solamente, o quizás en esta joven se daba el equilibrio perfecto entre la herencia y el conocimiento atávico.

Cuando salía a cazar, Atalanta cambiaba; su actitud y concentración eran diferentes. Se dirigía al lugar donde pensaba que estaba la presa, y a medida que se acercaba sus sentidos se agudizaban. El oído percibía el aletear de los pájaros, las pisadas, el crujir de una rama al ser aplastada y el silbido del viento al rozar las hojas. Conocía todos los ruidos y sonidos del lugar. Su vista oteaba hasta avistar la presa a lo lejos, y como con un radar la perseguía, tratando de adivinar sus intenciones. Podía oler la presencia de su víctima, y entonces buscaba el mejor ángulo y comenzaba el rito.

Elegía y retiraba la mejor flecha de su aljaba, en tanto a su oído llegan las vibraciones de los pasos de su próxima presa. Atalanta conocía ese momento del arquero, ese instante del acecho cuando camina con todo cuidado para levantar el arco que se alza pero no se tensa, hasta que lo único que se mueve es la vista en distintas direcciones, esperando que la presa reaparezca. La mano aferra el arco y lo aprieta mientras que la sangre bulle y el corazón late fuertemente, dejando sentir los propios latidos y todo el entorno toma una forma definida y clara. La cazadora acecha y espera hasta que cree que el momento es el acertado para la caza perfecta.

Todas estas emociones y sentimientos hacían de Atalanta una excelente cazadora, pero ella no imaginaba de cuánto le serviría en su vida todas estas enseñanzas provenientes de los hombres que la habían criado. Quizás por sus advertencias y consejos, la joven se fue convirtiendo en una acérrima feminista, tanto que se convenció a sí misma que odiaba a los hombres, así que unido esto al amor que sentía por la caza y por Artemisa, decidió de muy joven consagrarse a la diosa, sabiendo que para hacerlo debía permanecer virgen.

EL ENFRENTAMIENTO CON LOS CENTAUROS

En contraposición a sus deseos, la doncella era dueña de una espectacular hermosura, por lo tanto era deseada y perseguida, aunque sin éxito, por sus pretendientes. Durante su juventud y por su condición de mujer, tuvo que enfrentarse a varios peligros y fue asediada muchas veces. La perfección del rostro y su cuerpo eran como un imán para los hombres y también para algunas mujeres. Los atraía sin proponérselo y cuanto más quería alejarlos, más los acercaba. Quizás fuera el brillante cabello negro que caía sobre su espalda y casi siempre llevaba semi atado con una tira de cuero rodeando su cabeza, o en un salvaje rodete en su nuca. Su túnica, fabricada con pieles, insinuaba cada curva de su cuerpo sin dejar siquiera entrever sus más ocultos encantos. A veces calzaba unas humildes sandalias, y otras andaba descalza, sobre todo cuando debía correr.

Un día como tantos, la salvajemente bella cazadora salió por el monte de Caledonia a practicar la caza con arco y flecha. No tardó en percibir la presencia de extraños que la perseguían. Haciendo uso de su aprendizaje, agudizó sus sentidos y se concentró en lo que sentía. Hasta que logró confirmar que sus sospechas eran verdaderas.

Aquella mañana se veía inusitadamente atractiva, quizás era la adrenalina que corría por sus venas a mayor velocidad porque no sólo intuía, sino que sabía que los centauros, Reco e Hileo, jamás la seguirían con buenas intenciones, y si había algo que Atalanta cuidaba, era su virginidad.

El miedo y la expectación de los que le habían hablado tantas veces sus entrenadores, estaban allí. Comenzó a transpirar y sus axilas se mojaron, esparciendo ese olor ácido y penetrante. Sabía que ellos lo percibirían y quedaría delatada. Debía concentrarse y vencer a sus enemigos poniendo en práctica lo que había aprendido. Era la primera vez que estaba en real peligro y debía vencer.

Excelente estratega, vio que aunque corriera a gran velocidad, al ser dos igualmente la atraparían, así que dejó que los centauros se sintieran seguros de que la tenían asegurada y que no tendría salvación. Permitió que la encerraran en un claro y la rodearan. Se fueron acercando lentamente a ella, que iba reculando sin notar que una enorme piedra estaba detrás. Al chocar contra ella, trastabilló y cuando quiso frenar la caída, quedo boca abajo. Fue en ese momento cuando Reco corrió y riendo la alzó en sus brazos, levantando su falda y dejando su trasero expuesto para que su compañero, Hileo, la hiciese suya.

Cuando la amenaza de la violación estaba a punto de convertirse en una cruda realidad, la ya experta, aunque joven cazadora, haciendo gala de sus conocimientos y estrategias de lucha, golpeó con su frente la del centauro que la tenía abrazada, acertando el punto justo para que, debido al dolor y la sorpresa, tuviera que soltarla de inmediato agarrando su cabeza, en tanto su nariz sangraba a borbotones. Atalanta rodó unos metros, y mientras rodaba sacó una flecha que disparó contra Hileo a quien mató de forma instantánea. Poniéndose de pie y antes que Reco pudiera alzar sus patas para golpearla, otro disparo de flecha mató al libidinoso centauro. Su virginidad estaba a salvo una vez más.

LA CACERÍA DEL JABALÍ DE CALEDONIA

Muchos fueron los hombres que se enamoraron perdidamente de Atalanta. ¿Qué era lo que llamaba tanto la atención de ella? Seguramente su fama de mujer indómita, dominante, salvaje, virgen, y sobre todo inconquistable. Así que nobles y plebeyos, dioses y mortales, sabios e ignorantes, valientes y cobardes, iban tras la conquista de la doncella. En el mismo lugar donde había matado los centauros, el bosque de Caledonia, sucedió uno de los hechos más notorios y comentados sobre Atalanta: la cacería del jabalí de Caledonia.

Eneo, el rey de Calidón, un año olvidó incluir a Artemisa en sus sacrificios anuales a los dioses. La diosa enfurecida soltó al más enorme y feroz jabalí que se hubiese conocido jamás. El animal enloquecido destruyó viñedos, cosechas y todo lo que pudo, obligando a la población a refugiarse dentro de las murallas de la ciudad donde, sin poder salir, comenzaron a morir de hambre.

El rey, desesperado, llamó a los mejores cazadores de Grecia ofreciendo a cambio de la muerte de la bestia, la piel y los colmillos del animal. Entre los que se presentaron había incluso algunos de los argonautas, además de Meleagro, el hijo de Eneo. Pero no todos aceptaron que una cazadora, una mujer, la famosa Atalanta representara a la diosa en la cacería. Eso era otra forma venganza por parte de Artemisa que sabía cuántos conflictos traería la presencia de la joven. Y no se equivocó. Un grupo con Cefeo y Anceo a la cabeza, se negaron a ir de caza con una mujer, pero su sobrino Meleagro los convenció de que fueran de todas formas.

En tanto la salvaje amazona cabalgaba, seguramente con Éolo a su favor, que convertido en furioso viento gozaba acariciando el delicioso cuerpo juvenil sin que ella pudiera evitarlo. Ella y su corcel parecían unirse en el firme galope. El cabello de la cazadora era un camuflaje natural para la aljaba, mientras la cuerda del tenso arco cruzaba su pecho.

Los ojos negros como tizones mostraban el orgullo y la confianza en sí misma. Con la protección de Artemisa a nada le temía y sabía que podía ser mejor que aquellos estúpidos y engreídos hombres, que por cierto, no dejaban de mirarla y admirarla, pues su sola presencia emanaba una fascinación que era imposible resistir.

El más hechizado por esta beldad fue Meleagro, que al verla olvidó que la cacería del jabalí era el objetivo de la expedición; la mujer guerrera lo había conquistado sin siquiera mirarlo. Quería acercarse a ella, hablarle, llamar su atención, pero… además de conmovido por la estampa de Atalanta, estaba asustado. ¿Era posible que hubiese una mujer que pudiese ser al mismo tiempo tan avasalladora, fuerte, dominante y… dulce?

Meleagro era el anfitrión y como tal dio por iniciada la cacería. Los jinetes bajaron de sus cabalgaduras y junto a los caminantes se adentraron en el bosque: los ladridos de los perros, los gritos de los hombres, las pisadas y corridas, alertaron a la fiera que comenzó a correr. Un animal acorralado puede ser y es muchísimo más peligroso que cuando está libre de acechanzas. El jabalí se veía enfurecido, iracundo. Corría de un lado a otro mirando cuál era el blanco más fácil de atacar. Los hombres lo encerraron y él salió de la espesura, dispuesto a defenderse y arremetió contra los cazadores con toda su fiereza.

Las lanzas comenzaron a apuntar al animal y cayeron cerca de él, pero ninguna dio en el blanco. Néstor, uno de los cazadores, fue atacado por el jabalí, pero corrió delante de la fiera y logró treparse a un frondoso árbol, pero el animal lo acechaba sin piedad.

El corazón de Atalanta pujaba por salir de su pecho al descubrir visualmente al animal. Vigilándolo silenciosamente, la joven buscó el momento oportuno, escabulléndose un lugar donde el viento no le llevara su olor a la bestia, porque debido a los nervios estaba traspirando más de lo habitual. Apostada tras un árbol, el sudor brota por su frente, frenado por la cinta de piel que evitaba que el salado líquido llegara a los ojos. El final estaba cerca, cazadora y presa lo saben.

Otra vez el miedo, ese temor similar al que había tenido delante de los centauros. Ese miedo la puso vigilante, comenzando a afinar todos sus sentidos. Ella podía oler el miedo de la bestia como el animal olía el temor de los cazadores.

Atalanta no podía permitir que su vista la engañara. Aunque sus ojos estaban fijos en el animal, no dejaba que el resto del paisaje pasara desapercibido para ella. Sus 180° de visión estaban impregnados de cautela y suspenso. El oído se hizo fino, desechando los ruidos superfluos y concentrándose solamente en los que le interesaba. Al pasar su lengua para humedecer los labios, saboreaba el salobre de su propia transpiración, y en un gesto muy suyo de concentración, se mordía el labio inferior. Estiró su mano hacia la aljaba y las yemas de los dedos suplantaron a sus ojos para encontrar “la” flecha.

La cuerda del arco, perfectamente encerada, recibió la flecha más perfecta para no errar mientras se tensaba gradualmente. Los ojos negros miraron la presa. El resto del mundo desapareció y sólo quedaban en el Universo Atalanta y el jabalí. La mujer midió la distancia, el viento, la temperatura y contuvo la respiración... hasta que soltó el tiro y oyó la flecha que surcaba el aire, silbando entre los demás sonidos del bosque. El tiempo de la espera del resultado se hizo infinito hasta que la bestia cayó malherida.

Atalanta sonrió, el animal estaba herido pero otra flecha más certera lo remató segundos después. El premio estaba perdido. Había sido Meleagro quien, finalmente, le diera muerte al monstruoso cerdo salvaje. Una vez que se compruebó la muerte del animal, el hijo del rey declaró a viva voz:

“El trofeo corresponde a Atalanta. Ella fue la primera en herir al animal. Esa es mi decisión: piel y colmillos serán entregados a la cazadora”.

Como demostración de admiración, el joven ofreció el premio a la mujer que amaba, pues ella había sido la primera en acertar mortalmente al animal. Los hijos de Testio, enfurecidos, le quitaron la piel a la muchacha, argumentando que si su sobrino no la quería, les pertenecía a ellos por derecho de nacimiento. Además consideraban vergonzoso que en una cacería donde los participantes eran casi todos hombres, el trofeo se lo llevara la única mujer.

Las palabras de sus tíos despertaron la ira de Meleagro. No iba a permitir que humillaran de aquella forma a la mujer que amaba. Retó a los hombres y luego de luchar ferozmente, terminó quitándoles la vida. Acto seguido regresó los trofeos a su amada y la llevó al palacio de su padre.

Altea, madre de Meleagro y hermana de los hombres a los que había dado muerte su hijo, se enteró de lo sucedido. En ese momento de desesperación y dolor, fue cuando regresó a su mente lo que hacía muchos años le habían augurado las Moiras: la vida de su hijo estaría ligada a un tizón de leña ardiente. Una vez consumido el tizón, la vida de su hijo terminaría, pero en tanto sería invulnerable. En el momento en que le anunciaron aquel presagio, la madre apagó el tizón y lo guardó en un cofre que mantuvo muy bien oculto hasta aquél fatídico momento. Consumida por el dolor de la muerte de sus hermanos, la mujer abrió aquel cofre guardado durante años, tomó el tizón y lo volvió a arrojar al fuego, mirando entre lágrimas cómo se consumía. Una vez convertido en cenizas, la vida de Meleagro se apagó como el tizón, tal como las Moiras lo predijeran.

Enceguecida por el cada vez más profundo dolor y la culpa, Altea se suicidó y su esposo Eneo también murió. La venganza de la diosa Artemisa contra Eneo y Caledonia estaba cumplida.

No obstante, no fueron las únicas muertes en aquella cacería. Peleo mató accidentalmente a Euritión, su anfitrión. Durante y después de la cacería, muchos de los cazadores se enfurecieron por diferentes motivos contra otros, luchando por el botín: la cabeza y la piel del jabalí.

LA PRINCESA ATALANTA

Cada momento se convencía más de la estupidez de los hombres. Tantas muertes en vano, sin sentido, sin justificación…

Tomó su caballo y sus pertenencias rumbo a su hogar. Arcadia la esperaba.

Tras largas jornadas, Atalanta llega a Arcadia donde es esperada por el Rey, que orgulloso de su triunfo por la cacería del jabalí de Caledonia decide convertirla en princesa. Atalanta es llamada al palacio donde el Rey la recibe.

-Atalanta, eres el orgullo de nuestro pueblo. Sin duda tu protectora, la diosa Artemisa, estará también orgullosa de ti. Mi querida jovencita, quiero que sepas que he decidido convertirte en princesa de mi reino. Tendrás tu propio palacio y todo lo que necesites, pero quiero pedirte algo.

-Estoy a la orden de mi Señor para luchar cuando lo ordene.

El Rey sonrió paternalmente al oír aquella respuesta.

-Es muy grato oír eso, pero más bien quería pedirte todo lo contrario.

-No entiendo Majestad.

-Lo que quiero pedirte es que dejes de pelear y busques un esposo que te haga muchos hijos.

-Lo siento, pero no quiero a ningún hombre a mi lado. Además, estoy consagrada a Artemisa.

-Jovencita… eso es muy loable. Pero estoy seguro que la diosa se sentirá feliz cuando te hayas casado y dejes de ser virgen. Eso no significa que tengas que dejar de llevarle ofrendas ni nada de eso… Seguirás siendo su protegida porque ella te colmó con sus dones como a nadie.

-No lo haré, no me casaré con ningún hombre. Todos son tontos, pretensiosos, jactanciosos e inútiles.

-No olvides que tu Rey también es hombre Atalanta.

-No lo digo por mi Rey, sino por el resto. Los únicos hombres que valieron la pena son los que me criaron. Y también tenían sus defectos, pero fueron muy buenos conmigo. De todas formas, no me casaré.

-Podría obligarte, pero no quiero. Quiero que seas tú quien quiera y quien elija a su esposo.

-Lamento tener que defraudarlo Señor, pero no me casaré.

-Está bien. Entonces no serás princesa, no tendrás palacio, no gozarás de la vida que tenía planeada para ti…

Atalanta quedó estática y pensativa. No podía perder esa oportunidad. Los beneficios de ser princesa eran increíbles y además tendría su propio palacio. Sin duda que tendría que decir que sí, pero…

Su cerebro comenzó a maquinar una forma para poder acceder a ser princesa sin comprometer su soltería y su soledad. Mientras el Rey la miraba divertido por haberla puesto en semejante apuro, Atalanta pensaba. Luego de varios minutos de hondas reflexiones, dijo al Rey:

-Está bien. Cumpliré tu pedido y me casaré, pero con una condición.

-No puedes ponerle condiciones a un Rey, pero estoy intrigado. Habla…

-Si cuando lo anuncies públicamente aparece algún candidato, pondré sólo una condición: deberá aceptar retarme en una carrera de velocidad. Si gana, me casaré con él, pero si pierde…

El Rey frunció el ceño y quedó expectante por la continuación de la frase de Atalanta.

-Si pierde, deberá convertirse en mi esclavo, y como tal, podré hacer lo que desee con él. Lo llevaré a mi palacio, pasará a pertenecerme y me dedicará su vida. O su muerte si así lo deseo u ordeno.

-Está bien, me parece justo. Se hará como tú lo pides. Eres la persona más veloz que conozco, y veo dónde está tu trampa, pero estoy seguro que existe un hombre capaz de vencerte. Y también estoy seguro que aparecerá y deberás convertirte en su esposa.

Su esposa, convertirse en su esposa… eso era lo que ella temía. En su regreso a Arcadia había pasado por Delfos, donde el oráculo le había dicho que si se casaba, sería convertida en animal. Y ella no quería eso. Otra razón para alejarse de los hombres. Pero ahora, con las duras condiciones que había puesto, pensó que posiblemente nadie aceptaría. Pero se equivocó…

FIN DE LA PRIMERA PARTE